El último viaje internacional que he hecho fue este verano. Pasé cinco días en Roma. Durante mi estancia en la capital italiana realicé todas las “visitas indispensables” que sugería mi guía de viaje, entre ellas, la entrada a los Museos Vaticanos. Como buena turista que soy, me levanté bien temprano mi segundo día en Roma para visitar estos museos. Cuando llegué a mi destino, pensé que me tendría que haber levantado al menos una hora antes, ya que abrí los ojos a las ocho de la mañana, llegué a los museos a las 9.30 y ya había una fila interminable de turistas a la espera de entrar, igual que en el Museo del Prado.
Tuve que esperar más de una hora para acceder a los museos, pero fue de lo más amena. Delante y detrás de mí esperaban dos parejas españolas. “¡Qué casualidad!”, pensé. El aburrimiento de la espera nos forzó a entablar una conversación. Los que estaban por delante de mí eran gallegos, pero habían visitado Madrid tres veces y los de detrás eran madrileños, como yo, “¡qué casualidad!”, pensé de nuevo.
“¡No podía dar crédito!”, resulta que las dos parejas habían madrugado, igual que yo, para entrar en los museos, pero nunca habían visitado uno de los museos más importantes de nuestro país. Mi desilusión fue a más cuando les pregunté que si tampoco habían entrado en los Museos Reina Sofía y Thyssen- Bornemisza. Recibí un “no” por respuesta, pero con orgullo me dijeron que sí que habían estado en el National Gallery y en el Louvre.
Mi último pensamiento antes de entrar en los museos vaticanos fue: “qué pena, estas dos parejas invierten tiempo en conocer el arte de otros países, pero viven o han visitado varias veces Madrid e ignoran el arte que les ofrece esta ciudad. Con lo gratificante que es perderse por los recovecos del triángulo madrileño del arte…”.
Ahora me pregunto: “¿los extranjeros que veo cada mañana de domingo conocerán los museos de sus países?...quizá les pase como a los españoles que conocí en Roma… ¡de rarezas está lleno el mundo!”.